¿Pato a la naranja?

Fueron un regalo de Navidad, que mi padre me trajo; los cuidé, hasta que unos pintores se los llevaron para cena de Nochebuena

Por: Jesús Huerta Suárez

¿A quién se le ocurre servir pato a la naranja como cena navideña?

Aunque no es mala idea.

Un día, como tantos, llegó el “traidor”, con las manos llenas a la casa. Eso ya no era novedad, sólo que esa vez mi padre, el “traidor”, como le decía mi mamá, porque siempre llegaba con fruta, pan de dulce, chicharrones, latería, quesos o verdura, llegó con cinco patitos de los que me enamoré desde que los tuve en mis manos.

Contó que andaba en el Valle del Yaqui y que llegó a comprar verduras a un lugar y, junto con las verduras, les pidió que le vendieran cinco patitos y me los trajo.

Mi regalo sorpresa fue enorme. Me sentí muy feliz con las aves que me trajo mí papá.

Al otro día, muy temprano, salté de la cama y me dispuse a hacerles una especie de estanque en donde pudieran bañarse y nadar un rato. Era septiembre y hacía calor. Mucho calor.

Con el paso de los días me fui encariñando mucho con estos bellos animalitos que se la llevaban jugando, comiendo y graznando. Pronto terminaron de llenarse de plumas totalmente blancas y de hinchar sus barrigas. Los amaba.

Los meses pasaron y mis patos embarnecieron. Estaban hermosos; su pico amarillo fuerte redondeado y su forma medio torpe de caminar eran sencillamente sublimes para un jovencito como yo.

Claro, tener estas aves implicaba responsabilidades, pues no debía faltarles la comida, el agua, cuidar que no se salieran del patio, pero, sobre todo, evitar que los gatos del vecino se los comieran.

La puerta que daba a la calle siempre estaba cerrada, pero para mediados de diciembre, como cada seis años, mis padres contrataron a un par de señores para que pintaran la casa, así que siempre estaba al pendiente de abrirles y cerrarles la puerta, para que no se salieran mis patos.

Lo bueno fue que, justamente el 23 de diciembre, terminaron de pintar la casa y se fueron los pintores. Ya no tendría que preocuparme más por la puerta.

Al otro día, el 24 de diciembre, me levanté muy temprano y salí a ver a mis animales. ¡Pero no estaban! ¡Habían desaparecido! No los encontré por ningún lado.

A los días supe que los pintores los metieron en las cubetas vacías de pintura y se los llevaron para prepararlos como cena de Navidad en sus casas…

“Se nos antojaron unos patitos a la orange”, dijeron, y se los llevaron.

Me dolió mucho y me dio mucho coraje, pero al menos mis patos tuvieron buen fin.

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