Había preparado una deliciosa cena para celebrar la llegada de Juanito. El chico siempre se sintió muy identificado con el par de viejos...
Por: Jesús Huerta Suárez
El abuelo estaba de plácemes porque esa tarde llegaría a su casa su querido nieto para pasar unos días de visita. Sentado en su mullido sillón esperaba mirando por la ventana la llegada del taxi que traería a Juan. Juanito, como él le decía, que era el hijo mayor de su hijo mayor. Ahí esperó hasta que por fin llegó y salió pronto a recibirlo con los brazos abiertos. Pagó la cuenta del carro de sitio, bajo su maleta y lo hizo pasar. Adentro estaba la abuela que lo recibió con una gran sonrisa y con un rico aroma en su cocina. Había preparado una deliciosa cena para celebrar la llegada de Juanito. El chico siempre se sintió muy identificado con el par de viejos que desde que tenía uso de memoria lo habían tratado con mucho cariño. Durante la cena los puso al tanto de sus padres y hermanos y de los acontecimientos de su pueblo. Ellos lo escuchaban con atención y celebraban cada gesto de su querido nieto. El abuelo, antes de invitarlo a pasar al cuarto en donde dormiría, le dijo que tenía muchos planes para los días que estaría con ellos. Él sabía que con su abuelo nunca se aburriría, así que sólo lo escuchaba imaginando todo lo que le esperaba para mañana.
Al día siguiente, después de un generoso desayuno, salieron rumbo al río en donde desde años atrás habían pescado juntos. Estando en el lugar juguetearon entre los árboles y tiraron docenas de veces el anzuelo. En ocasiones sacaban algún pescado, pero, la mayor parte del tiempo la pesca sólo era una especie de ejercicio de la paciencia. El río corría caudaloso. La vegetación era rica y exuberante. El lugar era de ensueño. El viento aún tenía el aroma del otoño y el cielo se pintó de colores pastel. Después de dormitar un rato en la suave hierba, decidieron emprender una caminata hacia la falda del cerro más cercano. Al llegar se sentaron en una roca y comenzaron a ver el paisaje. De repente ambos enmudecieron hasta que el jovencito rompió el silencio y preguntó: “Abuelo, ¿de qué son esas ruinas que se ven al fondo?”,
—Esas ruinas que ves, cuentan que son de un pueblo que hace cientos de años hubo ahí— le contestó.
—Dicen que fue una ciudad muy moderna pero que, debido a que un día se les ocurrió invertir el sentido de las cosas, se acabó. Un día su dirigente dijo que “era tiempo de progresar, de superarse”, por lo que decidieron emprender una carrera infernal por hacerse de riquezas. Dejaron de adorar a Dios; depredaron la tierra; durmieron sus sentidos y la avaricia los cobijó por completo. Entre más tenías, sin importar cómo, más importante eras. Niños y grandes peleaban por un tostón y la sangre comenzó a correr por las calles. Luego los ricos no salían de sus palacetes por temor a ser secuestrados. Todos desconfiaban de todos. Los padres vendían a sus hijos, y a sus hijas las casaban con el mejor postor. La cortesía y la educación desaparecieron junto con la verdad. Acabaron hasta con el último árbol y abusaron de los animales. Su pecado fue la avaricia y su penitencia la destrucción. Nunca ningún pueblo podrá sobrevivir teniendo como objetivo las riquezas y la avaricia. Esas ruinas que ves, son lo único que quedo, aseguró el abuelo—, mientras encendía una hoguera.
“No siempre puedes tener lo que quieres, pero si te esfuerzas, quizá obtengas lo que necesitas”, The Rolling Stones.
Jesushuerta3000@hotmail.com