De política y cosas peores

El poder ensoberbece, y la soberbia enceguece

Por: Armando Fuentes (Catón)

Don Chinguetas es un sujeto sin conciencia de su estado marital. Casado, actúa como si no lo fuera; sigue de tingo lilingo, como antes se decía de quien llevaba vida frívola y despreocupada. Una tarde su esposa, doña Macalota, lo sorprendió entrepernado en el lecho conyugal con una suripanta de cabello rubio y raíces sospechosamente oscuras. La tal daifa habría podido servir de modelo al gran pintor Peter Paul Rubens por su profuso caderamen, suficiente para ocupar dos sillas de dimensión normal, a silla por nalga. "¿Quién es esta mujer? -profirió, encrespada, la señora-. ¿Cómo se llama? ¿A qué se dedica? ¿Dónde vive? ¿Cuál es su origen? ¿Sabe que eres casado? ¿Por qué se encuentra aquí?". Respondió, imperturbable, don Chinguetas: "Ignoro todo eso, Macalota-. No soy tan preguntón como tú".

El poder ensoberbece, y la soberbia enceguece. Entonces se hacen cosas indebidas pensando que nadie dirá nada. La señora Sheinbaum ordenó retirar la estatua de Colón, que ciertamente embellecía el Paseo de la Reforma. Dijo que eso era para restaurar el monumento. No dijo la verdad; mintió. Ahora anuncia que en el pedestal que ocupaba el navegante se pondrá la efigie de una mujer indígena. Demagogia; demagogia pura. Sucede que cada 12 de octubre unos cuantos badulaques se disfrazan de indios, bailan en torno del pedestal -muy mal, por cierto-y luego pintarrajean la imagen del gran marino y babosean pestes de él. Don Cristóbal, claro, seguía ahí como si nada. Otros vientos vio, y otras tempestades. Ahora, en aras de la nueva política, su estatua será quitada del lugar donde estuvo durante muchos años. Intentemos, sin embargo, ponernos en la razón y la justicia. ¿Qué mal causó Colón? ¿Qué culpa tiene de lo que hicieron los hombres armados que vinieron después a las tierras por él descubiertas en una de las más portentosas hazañas marítimas de todos los tiempos? El Espartero, famosa figura de la tauromaquia española, fue invitado a venir a torear a México. Sus familiares desaconsejaron el viaje: el barco podía naufragar, y se ahogaría. Preguntó el torero: "¿Se ajogó Culón?". No se ajogó: cambió el mundo; transformó la historia.  Tiempos ramplonamente indigenistas estamos viviendo en la actualidad, parecidos en cierta forma a la época de Calles, cuando se ordenó a los maestros decir a los niños que los juguetes no se los traían los Reyes Magos: se los traía Quetzalcóatl. Había que deturpar a España y a todo lo que con ella tuviera relación. Renunciar a nuestra herencia hispánica agradaría a nuestros vecinos del norte, que tenían las armas y el dinero. América para los americanos. O sea para los norteamericanos. De ahí la leyenda negra de España; de ahí las absurdas peticiones de perdón por lo sucedido en la Conquista y durante la mal llamada Colonia; de ahí ese cursi y mentiroso indigenismo oficialista de tabla roca y papel maché, que cambia los nombres de las cosas pero no hace nada para mejorar la condición económica y social de los indígenas, sobre todo de las mujeres. Mala es la demagogia, y peor cuando va acompañada de estolidez y chabacanería. Doña Lupercia tenía siete hijos. Doña Gandolfa era madre de nueve. Doña Reincida había dado a luz 14. En cambio doña Temperia tenía solamente dos retoños, niña y niño. Le preguntaron las otras: "¿Cómo has hecho para tener tan poca familia?". Contestó ella: "Cada vez que mi esposo y yo hacemos el amor él emplea el método del expreso inglés". Sumamente interesadas las amigas quisieron saber: "¿En qué consiste ese método que usa tu marido, el del expreso inglés?". Explicó doña Temperia: "Siempre sale a tiempo". (No le entendí). FIN.

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