Dirán que exagero, pero creo que cada árbol es un ser sagrado, y si tenemos que talarlo por razón plausible hay que pedirle perdón antes
Adivino tus intenciones -le dijo la bella Susiflor a Libidiano, avieso galán concupiscente-. Leo en ti como en un libro abierto". Inquirió el salaz sujeto: "¿Y no te gusta leer en la cama?". En la fiesta declaró una vanidosa mujer: "Vengo de Buffalo". Preguntó un invitado que al parecer había empinado el codo más de lo conveniente: "¿Por parte de padre o de madre?".
Don Sufricio, el marido de doña Gorgona, les comentó a sus amigos en el bar: "Estoy feliz de que mi mujer se haya hecho feminista. Ahora habla mal de todos los hombres, no nada más de mí".
El joven Leovigildo casó con Pirulina. Al regresar de la luna de miel la desposada le dijo a su flamante maridito: "Para evitar que nuestro matrimonio caiga en el aburrimiento saldremos en la noche tres veces por semana". "Me parece muy bien" -aceptó la sugerencia Leovigildo. "Sí -continuó Pirulina-. Tú saldrás lunes, martes y miércoles, y yo saldré jueves, viernes y sábados".
Las palabras son como las hojas de los árboles: unas caen y nacen otras nuevas. Ya no se usa el término "movida", que antes se empleaba para designar a un amorío clandestino. "Fulano es casado, pero tiene una movida".
Un cierto señor partió de este mundo, y una comadre de la viuda fue a darle el pésame en la funeraria. "Comadrita -le dijo-, vengo conmovida". "Que la espere allá afuera-le pidió la viuda-. No hay que dar pábulo a murmuraciones". "Los árboles mueren de pie". Ese título le puso Alejandro Casona, dramaturgo español, a una de sus más conocidas obras. Así, de pie, murió la palma que dio su nombre a una glorieta de Reforma.
Murió de su muerte, como antes se decía de aquél cuya vida terminaba por causa de la edad. No así el otro monumento que desapareció de ahí: el de Colón.
A ese lo mataron un dogmatismo histórico aberrante y un indigenismo nacionalista chabacano y ramplón. Llegará el día en que quienes quitaron del Paseo de la Reforma la estatua del visionario navegante serán objeto de reproche. A mí me pone triste la muerte de un árbol.
Casi lloré cuando una súbita plaga hizo que se secara el álamo estrella, hermosa y alta catedral de verde y plata que por décadas fue signo distintivo de la labor llamada Los Sirrales, en el Potrero de Ábrego. Maldecía yo -no lo niego- cuando las famélicas liebres roían la corteza de los pinitos niños que plantábamos y con eso hacían que murieran cuando apenas habían nacido.
Dirán que exagero, pero creo que cada árbol es un ser sagrado, y si tenemos que talarlo por razón plausible hay que pedirle perdón antes, como hacen -¿o hacían?- nuestros hermanos aborígenes.
Yo voy al huerto de nogales, o al sitio donde crecen los árboles -parecen muchachas despeinadas- que nos dan peras de formas femeninas, o al camino en cuyos bordes pusimos cedros que ya me doblan la estatura, y cuando nadie me ve les hablo a los nogales, y a los perales, y a los cedros, y les doy gracias por darnos su gracia hecha de fruto y sombra, de belleza.
Estoy agradecido con la palma de Reforma, a la que por años y años vimos sin mirarla y a la que ahora extrañaremos. Si yo fuera regente -si yo fuera re-gente- pondría otra en su lugar para que creciera con los nietos de los que viven en la gran ciudad, y con los nietos de sus nietos. Pero la mía es una sola opinión entre las muchas que al respecto se oirán.
Sólo espero que no pongan ahí algún adefesio nacido de los obsoletos dogmas que en nuestro tiempo se han empoderado por obra de una Historia oficial falsificada muy semejante a la que se nos impuso en los tiempos de la dominación priista. Pero mi tema eran los árboles, y me he apartado de él. Mejor aquí termino. FIN.