Gobiernos europeos presumen que la reducción en la producción las resarcirán importando alimentos. Lo mismo que se dijo a los mexicanos con el TLCAN
La resistencia de los productores agropecuarios de diferentes países a no sucumbir frente a la ofensiva creciente de los carteles que se proponen acrecentar su control sobre el mercado global de los alimentos, se ha hecho presente durante las últimas cuatro décadas. Las manifestaciones han sido intermitentes, aisladas y lejos de lograr una vertebración internacional para hacer posible que los gobiernos nacionales le pongan un freno a los carteles (como Cargill, Dreyfus, Daniels y Bunge, por mencionar a los más emblemáticos) y revertir la desastrosa política alimentaria que estos han impuesto en la mayor parte del mundo.
El señorío de las llamadas ventajas comparativas como consigna de la globalización y el libre mercado, encontró en el sector agroalimentario de las naciones, el eslabón más débil de los mercados nacionales. Al hacer valer por la fuerza el sofisma de que es más barato importar los alimentos de los mercados internacionales que producirlos nacionalmente, muchos países debilitaron su producción alimentaria, incrementando con ello su dependencia de las importaciones. Con estas políticas, se debilitaron los acuerdos directos entre los gobiernos nacionales y todo quedó en manos de los mercados globales cada vez más corporativizados.
Estas políticas desmontaron los mecanismos de protección que las naciones se habían dado para estimular su producción y reducir la dependencia alimentaria: desaparecieron los precios de garantía, el extensionismo agropecuario, el fomento a la investigación y también las estructuras bancarias que favorecían una política de crédito dirigida a la capitalización e incremento de las capacidades productivas del sector. Al mismo tiempo de que se imponía una apertura comercial indiscriminada que indujo bancarrotas masivas de productores.
El efecto inicial de estas políticas, que arrancaron a principios de los años ochenta, se hizo sentir con mayor peso sobre los países en desarrollo. Ahora, esta ofensiva corporativista, se ha reforzado a la sombra de la llamada ideología verde, que se extiende con mayor fuerza en el mundo occidental y ha tomado como blanco a los productores agropecuarios de Europa. Ahí se han instrumentado legislaciones que se proponen, bajo el supuesto de la protección ambiental, que los agricultores y ganaderos europeos reduzcan sus emisiones de óxido de nitrógeno y amoniaco en una cuota anualizada que tiene la meta de alcanzar una disminución del 50 por ciento en los próximos ocho años.
Junto a ello se les está obligando a reducir sus áreas de cultivo y sus hatos ganaderos. Las protestas se han dejado sentir en Holanda, Alemania, España, Francia e Italia, en donde los productores han realizado manifestaciones y bloqueos de carreteras utilizando tractores y otra maquinaria de labranza. Están bajo el ataque de las “medidas verdes” y padeciendo un incremento exponencial en los costos de producción, tanto financieros como de insumos. Se anuncia por uno de los voceros de los productores de Alemania, Alf Schmit, una gran manifestación programada a realizarse en Berlín, para el próximo 26 de agosto y se plantea como una acción permanente hasta cumplir sus objetivos.
Los gobiernos europeos presumen que las previsibles reducciones en la producción nacional –ocasionadas por las medidas restrictivas- las resarcirán con la importación de alimentos. Lo mismo que se le dijo a los mexicanos cuando se incorporó al sector agropecuario al TLCAN, hace treinta años, y que ha propiciado una desfasada dependencia alimentaria del país.
Se impone una política deliberada de reducción de la producción mundial de alimentos, al tiempo que los corporativos graneleros verticalizan más el control de los mercados. El escenario no es muy diferente en los Estados Unidos, que ha sufrido una reducción significativa de las granjas familiares, para pasar a la llamada agricultura a gran escala también corporativizada. Los ganaderos norteamericanos están peleando en los tribunales y en el congreso, para evitar ser absorbidos por el cartel de las empacadoras de carne.
Todo este proceso se desplaza en un entorno hiperinflacionario cuyo frente más sensible es el de los alimentos, que registran incrementos constantes y exponenciales en los precios al consumidor, haciendo cada vez más inaccesible la canasta básica de consumo y ampliando las franjas poblacionales orilladas a la pobreza alimentaria y a la hambruna.
Según datos de la FAO, en la producción global 2022-2023, se registrará una caída en la producción de granos de 40 millones de toneladas. Y entre junio y septiembre de este año morirán por hambre 750 mil personas. El dato es dramático, porque la producción mundial requerida es de 4 mil millones de toneladas y no se alcanzarán a producir ni 3 mil millones de toneladas. Se tiene un déficit en la disponibilidad de granos del 25 por ciento. Por lo mismo tenemos a más de 800 millones de personas que padecen hambre en el mundo.
Seremos testigos, en las próximas semanas y meses, de una insurgencia mayor de los productores en contra de las políticas globales que han hecho sucumbir a muchos gobiernos en occidente frente a los poderes financieros internacionales que operan a los corporativos graneleros y especulan con el hambre de la población mundial.
México, uno de los principales importadores de granos en el mundo, no será ajeno a ese proceso social. Lo deseable es que se logre una poderosa articulación internacional de productores, reconocidos en el propósito moral de aliviar el hambre en el mundo y convencidos de que el enemigo de este noble propósito no es ningún país, sino una oligarquía financiera que prefiere la reducción drástica de la población por medio del hambre y de la guerra, antes que reconocer la inviabilidad existencial de un sistema financiero y de mercado basado en la especulación y la usura.