Lo único que a Juan Pablo le preocupaba de salir de casa era separarse del Fido, su amado perro. Lo había criado desde que era un cachorrito...
Por: Jesús Huerta Suárez
Juan Pablo estaba decidido a pasar unas vacaciones de verano inolvidables. Ahorró por meses para ir a Mazatlán con sus amigos como lo habían planeado. Sus papás estaban de acuerdo en que le vendría bien divertirse un poco y cambiar de aires después de un pesado semestre en la secundaria. Les constaba que su hijo hacía un gran esfuerzo para sacar adelante sus materias, sobre todo matemáticas y química, que no se le daban. Lo veían como un buen muchacho, algo distraído, tragón y con un extraño gusto para vestirse. Veían que dormía mucho y que se reía a carcajadas estando solo y más cuando, venían sus amigos a la casa. Todo bien.
Lo único que a Juan Pablo le preocupaba de salir de casa era separarse del Fido, su amado perro. Lo había criado desde que era un cachorrito; era un pastor alemán blanco. Decía que los perros de esa raza, blancos, eran poco comunes. Se adoraban uno al otro; dormía en su cuarto y lo consentía a más no poder. Siempre estaban juntos, y por las tardes lo sacaba a pasear por las calles del barrio.
Una noche, se le ocurrió compartir con su perro el humo de la marihuana que fumaba a escondidas. Ése era el secreto que tenía, y quizá la razón para ser un poco raro ante los ojos de los demás: le gustaba mucho fumar hierba.
Con el paso del tiempo el mismo perro ya “le hacía ojitos” para que le diera su ración del día; bueno, al menos eso pensaba él. Y así, bien fumados salía a jugar en el patio; le aventaba una pelota o un palo, y hasta escuchaban música juntos. Al rato los dos se quedaban confortablemente adormecidos viendo una película y comiendo galletas. Muchas galletas con mantequilla de cacahuate.
Así pasaron meses, hasta que por fin llegaron las vacaciones y se tendrían que separar por unos días. Por supuesto, que por el viaje, Juan Pablo se compró una buena bolsa de mota para que no le faltara en sus vacaciones a él y sus amigos y todavía le sobró un buen puño que guardó en su armario bajo llave.
Y llegó el día. Muy temprano pasaron por él para para llevarlos a la central de autobuses. Se despidió de sus padres, de sus hermanos y a su perro lo abrazo jurándole que muy pronto volvería.
En el camión que los llevaría a Mazatlán todos iban muy contentos con los audífonos puestos. Se quedarían toda una semana.
Entre tanto, la casa de Juan Pablo estaba tranquila sin la música y todo el escándalo que él y su perro hacían. El pobre Fido estaba inconsolable sin su amigo. Lo buscaba por toda la casa, escarbaba y sin razón alguna gemía tristemente. Una noche, a manera de consideración de sus padres, dejaron que el perro volviera a dormir adentro de la casa, y en cuanto le abrieron la puerta corrió a subir las escaleras, hasta llegar a la recámara de Juan Pablo. A sus papás les pareció un gesto de cariño del animal. Le abrieron la puerta del cuarto para que ahí durmiera. Apagaron las luces y se fueron a acostar.
Al poco rato, el perro enloqueció. No dejaba de ladrar. Los señores se despertaron y subieron corriendo a ver qué estaba pasando. Al llegar encontraron al perro parado en dos patas rasgando desesperadamente las puertas del armario de Juan Pablo sin dejar de ladrar. Su papá tomo un desarmador y tumbó la cerradura y… ¡oh sorpresa! encontraron la bolsa de marihuana de su hijo, gracias a que al Fido le llegó la continencia y necesitaba su dosis de humo y se las arrebató de las manos.
Su madre no esperó a que amaneciera y en ese momento le llamó a Juan Pablo diciéndole que tenía que devolverse cuanto antes; que algo grave había pasado. Renegando, lo hizo, y al llegar se enteró de lo que para su familia era una tragedia: ¡Que él y su perro eran mariguanos!
De la playa, terminó en una clínica de rehabilitación. Y sí, fueron unas vacaciones inolvidables.
“Ahí estaba echado un perro sin comer y sin dormir, no quería mirar a su dueño, no le importaba vivir” José Alfredo Jiménez
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