Es de costo mayor para el país, que se deje fuera de las atrocidades cometidas la noche de Iguala, a los factores internacionales involucrados.
A principios de noviembre del 2014, después de un mes de ocurrida la fatídica noche del 26 de septiembre, cuando se registró la desaparición y posterior asesinato de los 43 estudiantes de la normal de Ayotzinapa, en el estado de Guerrero, el columnista Héctor de Mauleón, publicó un texto titulado ¿Cuánto vale Iguala? Los datos contenidos en el artículo, rompen con las evaluaciones tendientes a circunscribir aquellos hechos terribles, en el ámbito ordinario de conflictos que imbrican al crimen organizado con intereses políticos circunscritos a la esfera local.
Los datos presentados entonces por De Mauleón, acusan que Guerrero, del 2007 al 2012, se colocó como el principal productor de amapola, produciendo el 98 por ciento de este opiáceo en el país. Es por lo mismo el principal proveedor de derivados de opio al mercado norteamericano, con ingresos potenciales de 17 mil millones de dólares anuales. La pregunta sobre el valor de Iguala era una sugerencia clara de que el tamaño del aparato involucrado en los hechos, trasciende con mucho los confines locales y nacionales.
Pero la presión internacional que desplegó la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, el parlamento europeo, Human Rights Watch y otros, logró imponer la consigna mediática que guió la demanda y el reclamo: fue el Estado. Al parecer tal presión internacional, terminó por rendir al gobierno de Andrés Manuel López Obrador, quien por medio del subsecretario de gobernación, Alejandro Encinas, elaboró un reporte en el que se dictaminan los hechos ocurridos como un “crimen de Estado”.
Así se pretende hacer responsable al Estado Mexicano de la desaparición y muerte de los 43 estudiantes de Ayotzinapa y se limpian las huellas de las estructuras financieras internacionales que están involucradas en el lavado de los miles de millones de dólares anuales que representa el narcotráfico asentado en el estado de Guerrero y en todo el territorio nacional. Desde las memorables Guerras del Opio, libradas por la Corona Británica en 1840 en contra de China para imponerle el consumo del opio, que en ese tiempo los ingleses cultivaban en la India, el narcotráfico quedó históricamente signado como un instrumento de la política colonialista e imperial.
En aquella ocasión, el mecanismo se presentó como una medida económica. China tenía un gran déficit comercial con Inglaterra y los colonialistas para beneficiarse empezaron a introducir ilegalmente opio a la nación asiática desde la India. El emperador Chino reaccionó en contra de esta política y le declaró la guerra a los traficantes de opio, que operaban como instrumento de los ingleses. La respuesta del imperio fue una ofensiva militar contra China para doblegarla e imponerle la legalización del consumo de opio. Fue esta una de las primeras “epopeyas” por la legalización de las drogas y especialmente de la amapola. La estructura imperial sigue utilizando a las drogas y a sus “ejércitos irregulares” (cárteles), como instrumentos de subyugación de los estados nacionales.
Observadas así las cosas, el presidente Andrés Manuel López Obrador, se rinde ante las presiones de los intereses financieros internacionales que controlan al narcotráfico. Declara el hecho como “crimen de Estado”, confiado en su presumida habilidad para endilgarlo a sus opositores electorales. No repara en que los intereses supranacionales que comandan estos procesos de desestabilización, no tienen preferencias electorales, tampoco personales. Quieren la guerra perpetua, su cometido es la inestabilidad continua y la polarización. Un México rendido y en la indefensión.
No es fácil que el presidente entienda que con esto le está infringiendo una herida al Estado Mexicano. Se le dificulta porque aborda la historia de México considerándose a él mismo como el epicentro refundacional: el vértice soy yo. El Estado Mexicano, no es el gobierno anterior; es una institución cuya sustancia trasciende a los gobiernos y estos están obligados, en todo momento y circunstancia, a protegerlo y a darle una creciente fortaleza para hacer valer la soberanía nacional.
El presidente se siente como el vicario del Estado, con la facultad de atar y desatar, cuando en realidad está sentando un precedente que le impone al país una tremenda vulnerabilidad institucional. Aceptar, en las condiciones conocidas, un crimen de Estado, es virtualmente una renuncia al autogobierno y a la soberanía, porque le confiere a órganos supranacionales la posibilidad discrecional para intervenir y juzgar la vida interna de la nación.
Es de costo mayor para el país, que se deje fuera de las atrocidades cometidas la noche de Iguala, a los factores internacionales involucrados. Es una omisión complaciente con los intereses que han estado destruyendo a México. A los inocentes que repiten es un “crimen de Estado”, hay que responderles: es el narcotráfico imperial estúpido.
Ahorita los afectados coyunturales, aparecen como los opositores políticos del presidente Andrés Manuel López Obrador, pero mañana el blanco podría ser él mismo. Es costumbre de los dioses enloquecer a los que pretenden destruir.