De política y cosas peores

Tratar sobre temas de toros, derechos de las personas homosexuales, celibato sacerdotal y papel de la mujer en la Iglesia, me lleva a perder lectores

Por: Armando Fuentes (Catón)

Este día voy a perder por lo menos a dos de mis cuatro lectores. Sucede que escribiré acerca de la fiesta de toros, y ése es uno de los tres temas que hacen que muchos de quienes me leen me envíen mensajes en los cuales me anuncian que jamás volverán a leerme. Los otros dos temas que me quitan lectores son la defensa que hago de los derechos de las personas con preferencias sexuales diferentes y mi opinión en el sentido de que la Iglesia a la cual -sin merecerlo- pertenezco, la católica, sería mejor, y tendría menos problemas, si hiciera del celibato sacerdotal algo optativo y diera acceso a la mujer a funciones que ahora reserva exclusivamente al hombre. Tratar cualquiera de esos tres temas -toros, derechos de las personas homosexuales, celibato sacerdotal y papel de la mujer en la Iglesia- me lleva a perder lectores. A algunos los he perdido 14 veces. Por fortuna generalmente a los pocos días vuelvo a recuperarlos gracias a su bondad y a lo que uno de ellos me dijo: "Es que su columna es adictiva". No supe si tomar eso como un cumplido o como un reproche. En efecto, muchas personas me toman a mal que sea yo amante de la fiesta de toros. Lo soy por una sencilla razón: porque amo al toro. El toro de lidia es uno de los más bellos animales que en el mundo existen. Y para que ese toro viva hay que matarlo. Quiero decir que si no hubiera corridas de toros el toro de lidia entraría prontamente en vías de extinción. Terminaría por desaparecer, así como han desaparecido otras especies. Las características de ese toro son por completo diferentes a las de aquellos que se destinan a la matanza en el rastro. A partir de su casta, de su bravura ingénita, se les cría con cuidados y afanes con que ningún otro animal es criado. Y es que el toro es el protagonista de la fiesta. Se dice "fiesta de toros", no "fiesta de toreros", y siempre se habla de "Su Majestad el toro". Quienquiera que haya visto un toro de lidia en el campo bravo entenderá por qué se le da esa consideración. Digo todo esto porque una de las más antiguas y prestigiosas ganaderías mexicanas, Rancho Seco, de honda raíz y noble tradición, acaba de llegar a los 100 años de fecunda vida. He tenido el privilegio y el honor de disfrutar la señorial hospitalidad de su propietario, don Sergio Hernández, gran señor de la fiesta, y de su gentil esposa, doña Luz Virginia. Estar en Rancho Seco es estar dentro del corazón del linaje taurino mexicano y tlaxcalteca; es sentir el alma de la tauromaquia, su gallardía, su belleza, y también su drama y su tragedia. Guardo mi visita a esa casa del toreo, tan llena de memorias y preseas, como uno de los mejores recuerdos de mi vida. Es una pena que en nuestro tiempo la tauromaquia, arte que posee al mismo tiempo la fuerza de la vida y el hondo misterio de la muerte, no sea comprendida por aquellos a quienes mueve un mal entendido animalismo. Yo, que siento en toda su intensidad la hermosura de la fiesta, felicito a don Sergio Hernández, a su señora esposa, a su familia toda por este siglo de pasión y entrega a Rancho Seco; por su infatigable labor para conservar y engrandecer el precioso legado recibido de sus ilustres ancestros, y por mantener encendida en su ganadería la llama de la fiesta de toros, algo de lo más nuestro entre lo que es más nuestro. Y a otra cosa. Don Chinguetas, marido tarambana, consiguió por fin que la bella vecina del 14, la más popular inquilina del edificio, accediera a ir con él al Motel Kamawa. Cuando ya iban a dar comienzo las acciones le dijo: "Una cosa te voy a pedir, linda. A nadie le vayas a contar que vinimos aquí". "Óyeme no -se molestó ella-. Entonces vámonos. A mí me gusta más el chisme que esta otra fregadera". FIN.

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