"El hombre es fuego, la mujer estopa; llega el diablo y sopla"
¿Por qué dejó el buen padre Arsilio de organizar retiros para hombres y mujeres? Porque descubrió que en esos retiros algunas y algunos se acercaban demasiado. Bien lo decía el previsor refrán: "Entre santa y santo, pared de cal y canto". Y el otro: "El hombre es fuego, la mujer estopa; llega el diablo y sopla". A uno de aquellos retiros asistió Felicio, afortunado varón que sabía gozar la vida, oficio entre los mejores que se pueden ejercer. Nunca filosofaba, pues filosofar complica. ("Si quieres ser feliz como tú dices, no analices, hermano, no analices"). Iba alegre y desenfadado por el camino del vivir, procurando no hacerle mal a nadie y sin cuidarse mucho del que le hacían a él. Si se presentó en aquel retiro fue sólo porque supo que en él iba a estar una viudita que vestía aún negras tocas y que estaba muy de tocar. En el curso de uno de sus sermones, el padre Arsilio pidió a los feligreses: "Pónganse de pie los que quieren ir al Cielo". Al punto se levantaron todos, menos Felicio, que permaneció sentado como Stan Laurel, de la inmortal pareja de El Gordo y El Flaco, en la película Sons of the Desert, cuando no se comprometió a acudir a la convención de Chicago porque no le había pedido permiso a su mujer. "¿Cómo? -se asombró el padre Arsilio al ver sentado a Felicio-. ¿No quieres ir al Cielo cuando mueras?". "Ah, cuando muera -replicó él-. Yo pensé que ya iban a salir ahora, y aquí la estoy pasando a toda madre". Así la estoy pasando yo. Lo digo no por presunción, sino por agradecimiento. La vida me ha dado, como a todos, algunos chingadazos -perdón por la palabra, pero no hallé ninguna otra mejor-, y sé que otros habrá de darme en el futuro para recordarme que pertenezco al común de los mortales, sin embargo he ido casi siempre por esa grata senda a la que algunos dan el nombre de felicidad, hecha de amor, de amistad, de buenas letras y preciosas músicas, de sabrosos comeres y beberes, de naturaleza -bosques, praderas, montañas, mares, selvas o desiertos- a través de la cual he atisbado un lampo de ese misterio al que llamamos Dios. Vivo en Saltillo, ciudad bella y amable, capital de Coahuila, Estado en el cual residen la tranquilidad, el orden y el trabajo. El que a Saltillo llega de ahí no quiere ya salir; el que en Coahuila vive a otra parte no se quiere ir. Injusto sería no decir los nombres de aquéllos a quienes en buena parte se debe tal ventura. Escribió Borges: "Nadie rebaje a lágrima o reproche". Y digo yo: nadie confunda con loa o alabanza lo que es justo reconocimiento. Cito primero a Miguel Riquelme, gobernador, que ha puesto a Coahuila entre los estados con más inversión, mayor índice de empleo y menor tasa de pobreza, y donde la salud, la educación y la seguridad han sido tareas prioritarias. Menciono a Manolo Jiménez Salinas, quien acaba de concluir exitosamente su labor de alcalde de Saltillo. En mejores manos no pudo quedar esa alcaldía que en las del ingeniero José María Fraustro Siller, excelente rector que fue de la Universidad Autónoma de Coahuila, secretario estatal y sub secretario nacional de Educación, eficaz titular del Poder Legislativo coahuilense y funcionario público ejemplar. No faltará quien me tache de excesivamente generoso en mis apreciaciones, pues siempre hablar mal de la gente luce más que decir bien de ella, pero a quien me considere exagerado lo invito a venir a Saltillo y a Coahuila, y ya verá que prácticamente la totalidad de los saltillenses y los coahuilenses comparten mis puntos de vista. He dicho lo que pienso y lo que creo que es. También hay buenos políticos, y es de justicia reconocer su obra, pues otra cosa sería hacer fraude a la verdad. FIN