Decir su nombre no es publicidad, pues no la necesita: sus mesas están permanentemente ocupadas. Hablo de “El Mirador”. Se especializa en carnes
Hay restoranes para comer, y otros para que te vean comer. Los primeros satisfacen tu gusto y tu apetito; los otros halagan nomás tu vanidad. Son ad pompam et ostentationem, si me es permitido el latinajo. En aquéllos te sirven raciones abundantes de sabrosísimos condumios que se dirían hechos por mano de San Pascual Bailón, patrono de cocinas; en éstos te presentan un enorme plato de forma triangular, trapezoidal u oblonga en cuya vastedad oceánica se pierde una diminuta porción de algo incoloro, inodoro e insípido, invento de algún chef de cejas enarcadas que miraría con desprecio a Escoffier. Es como si fueras a una biblioteca y te dieran para leer una estampilla de correos. Yo, gran comilón -la gula es mi segundo pecado favorito-, sé de un restorán en Monterrey que es tanto para comer como para que te vean comer. Decir su nombre no es publicidad, pues no la necesita: sus mesas están permanentemente ocupadas. Hablo de “El Mirador”. Se especializa en carnes. Sus ahujas norteñas (no agujas, si me hace usted favor) harían que un vegetariano apostatara de su credo. Las tortillas de ahí, hechas con nixtamal y a mano compiten con las que hacía Goya, la cocinera de mi casa de niño. En el Mirador me hacen el gusto de llevarme, junto con el canasto de las tortillas, un cucurucho con manteca de puerco. La unto en una, le pongo un poco de sal, la hago taco y la disfruto con igual devoción casi con que Brillat gozaba aquellos pajarillos guisados en salsa de ciruelas que comía, cada uno de un solo bocado, cubriéndose el rostro con un paño a fin de que nada lo distrajera de tan paradisíaco deleite. Algunos me reprocharán lo de la manteca, pero si el colesterol no la recomienda la agradecen el paladar y la nostalgia. Y a todo esto ¿por qué menciono al Mirador? Porque en ese tradicional lugar regiomontano se llevará a cabo un encuentro en homenaje a don Alfonso Martínez Domínguez con motivo de cumplirse el centenario de su nacimiento. La ocasión me sirve para expiar una respuesta poco comedida que di una vez a una pregunta de quien gobernó a Nuevo León. Fui nombrado Cronista de Saltillo en diciembre de 1978, y en febrero del 79 el Papa Juan Pablo II viajó por primera vez a Monterrey. Ese día don Alfonso me preguntó con tonillo intencionado: “Oiga, Catón: ¿es muy importante la chamba ésa que le acaban de dar en su ciudad?”. “Mire, don Alfonso -respondí-. No sé si sea muy importante o no, pero una cosa le voy a decir: de todos los que estamos aquí, incluyéndolo a usted, nada más el Papa y yo tenemos nombramiento vitalicio”. Para toda la vida es, en efecto, el cargo de Cronista de Saltillo. Y honorífico además: nunca he percibido un solo centavo por ejercerlo. Desde que fui designado escribo una columna diaria, “Presente lo tengo yo”, actualmente en el periódico “Vanguardia”, en la cual narro los acontecimientos pasados y presentes de mi solar nativo, y procuro contribuir a darle lustre. Hace unos meses redacté los textos para unas placas que se pondrían en lugares emblemáticos de la ciudad. El que se colocó en la hermosa Alameda dice: “Aquí tenemos todos biografía. / Si la Alameda de Saltillo hablara / ¡cuántas cosas, Señor, se callaría!”. En la puerta del Teatro “García Carrillo”: “Por esta puerta se entra a la vida del teatro. Por esta puerta se sale al teatro de la vida”. Y la que se halla en el monumento al matachín: “Danza, danzante, con el corazón, / que cada paso tuyo es oración”. Pero veo que ya se me acabó el espacio. Perdonarán mis cuatro lectores que haya hablado de mí a propósito de don Alfonso Martínez Domínguez. Solo diré que con su Macroplaza dio un nuevo rostro a Monterrey. FIN.